Por Rodrigo Herrera-Camus, Doctor en Astronomía de la Universidad de Maryland (EEUU), Académico Departamento de Astronomía UdeC.
Hemos creado una generación que no conoce su cielo. No me refiero a conocer de agujeros negros, estrellas de neutrones, planetas extrasolares, etc. material acerca de estos abunda en Youtube y otras redes sociales.
Me refiero a la experiencia de absorber el cielo que se despliega noche tras noche sobre nuestras cabezas, pero que lamentablemente la luz de nuestras ciudades ahoga. Me refiero a sentir el peso de las estrellas y la Vía Láctea sobre nuestros hombros, caer hipnotizados por el titileo de las estrellas, olvidar que nuestros pies están anclados a la Tierra y sentir que somos parte de algo más grande que nos llama.
Como la gran mayoría de niñas y niños en Chile, crecí en una ciudad donde la luz artificial sólo permitía ver la Luna y las estrellas más brillantes. Fue gracias a visitas al sur con mi abuela que pude romper la burbuja citadina y comenzar a descubrir el tesoro disponible para todos los que vivimos bajo el cielo austral. Para mí hay un antes y un después de la noche en que mi abuela me enseñó a ubicar el punto cardinal sur con la Cruz del Sur, o me explicó que las Nubes de Magallanes son otras galaxias, diferentes a nuestra Vía Láctea.
Lo interesante es que para vivir esta experiencia no se necesitan telescopios o binoculares, se necesita conocimiento. Y si bien el conocimiento pareciera abundar en esta era de internet, nuestros niños y niñas siguen sin conocer el cielo.
¿Será nuestra cada vez más distante relación con la naturaleza?, ¿la perdida de la curiosidad?, ¿la rutina de vivir en ciudades de las cuales raramente podemos escapar? O quizás ya es demasiado tarde, y pertenecemos a una generación de adultos que no conoce su cielo, por lo que difícilmente puede transmitir lo que no conoce o ha sentido a las nuevas generaciones. De hecho, cuando iba al bosque con mi abuelo me nombraba cada árbol, me explicaba para qué tipo de remedio servía cada yerba, o identificaba el sonido de distintos pájaros. Lamentablemente, de toda esa experiencia, sólo recuerdo cómo diferenciar el Boldo del Litre, y es esta pequeñísima pieza de información la única que he podido traspasar a mi hija.
El problema de la contaminación lumínica —o de la luz que generamos para iluminar nuestras casas o calles pero que terminan alumbrando el cielo—, continua creciendo en nuestro país y el mundo. En el norte de Chile es particularmente preocupante porque se ha transformando en una amenaza para los telescopios más potentes del planeta.
El recambio de ampolletas de sodio por luminarias de LED blancas, y el crecimiento de las ciudades y mineras, ha producido un aumento de un par puntos porcentuales en el brillo del cielo nocturno sobre los observatorios astronómicos. Este aumento puede parecer insignificante, pero cuando la meta es detectar la tenue luz de las primeras galaxias en formación, se transforma en un gran problema.
Combatir la contaminación lumínica no sólo resguardará nuestros cielos prístinos, sino también beneficiará a la fauna, nuestra calidad de vida, y últimamente nuestros bolsillos. Instalar luminaria inteligente que funcione a capacidad reducida y se active con el movimiento puede significar ahorros importantes para nuestros municipios.
Salvar los cielos del norte, que albergan nada menos que el 70% de la capacidad de observación mundial, es imperante. Sin embargo, esto no resuelve el problema planteado inicialmente: nuestros niñas y niños no conocen el cielo sobre sus cabezas. Para mi sorpresa, he descubierto que este mal también se extiende a niñas y niños de comunidades rurales donde la contaminación lumínica es mínima. Uno podrá pensar que este es un problema muy menor, pero razonar de esta forma es creer que en el colegio sólo se necesita aprender matemática y a escribir sin faltas de ortografía.
Experimentar un cielo abierto y estrellado es clave para hacerse preguntas fundamentales y a la vez entender muchas cosas, entre estas que somos tan sólo una pequeña roca que flota lejos de ser el centro de nada.
¿Qué mejor lugar para preguntarse acerca de nuestro orígenes que bajo la luz de estrellas quizás ya muertas? Tenemos una deuda con las nuevas generaciones. Necesitamos enseñarles a amar una noche estrellada, y a extrañarla cuando no han podido verla en un buen tiempo.