Por: Dr. J. Cristóbal Pizarro, Laboratorio de Estudios del Antropoceno, y Dr. Aníbal Pauchard, Laboratorio de Invasiones Biológicas. Académicos de la Facultad de Ciencias Forestales UdeC.
Durante estas semanas hemos leído diversas opiniones sobre qué vamos a hacer cuando “pase” la pandemia COVID-19, la que indudablemente tiene a todas las sociedades en jaque. Desde temas inmediatos de salud pública, hasta la relevancia de la ciencia y la posibilidad cierta y evidente de mitigar el cambio climático, el consenso es que, si después de esto no hay un cambio verdadero y estructural en la forma que llevamos nuestra vida y economía, es poco lo que podemos llegar a cambiar manteniendo el mismo sistema. Nuestra sociedad y el planeta están enfermos y lo tenemos que aceptar. Sólo pensemos en lo ocurrido en 2019, por ejemplo, con la crisis mundial de incendios, los múltiples estallidos sociales y la creciente crisis del agua. Ir contra de lo anterior ya no sería una diferencia de “percepción” o de opinión política, sino francamente una negación de la realidad. Ahora, y después del COVID-19 también.
Existe ya hace décadas un consenso mundial, entre académicos y tomadores de decisiones, que las actividades desarrolladas por el ser humano tienen efectos e impactos negativos sobre la biota a nivel planetario. Ahora, vemos con claridad cómo esta crisis ambiental se sobrepone a otra climática, a otra sanitaria, a otra social, y que estamos viviendo un escenario de crisis mundial. Al mismo tiempo, también coincidimos que la naturaleza, con su biodiversidad y sus ecosistemas, son esenciales para el bienestar de las personas, y que por lo tanto la sobrevida de nuestra propia especie depende de ella. Aún en un escenario de alta globalización de revolución tecnológica, de Inteligencia Artificial y automatización, de las bolsas y mercados internacionales, todos los días dependemos de la naturaleza, y nuestra relación con ella es el punto clave y tema de fondo para nuestro futuro. Hemos creado una paradoja de la modernidad, donde nuestro desarrollo tecnológico y la globalización de nuestras actividades nos ha dejado extremadamente expuestos a las consecuencias de nuestras propias acciones.
El Antropoceno
Ha sido en las últimas dos décadas que hemos comenzado a entender la real magnitud de nuestros impactos sobre el planeta. Así, hemos visto los cambios notables en los componentes de la atmósfera, los océanos y por ende el clima desde los años 60 y 70, producto de una economía basada en combustibles fósiles que externaliza el daño ambiental y social. También observamos la tasa acelerada de extinción de especies y alteración de los ecosistemas, que se extiende a escala global y que se agudizan también durante ese periodo. Estos procesos de degradación ambiental coinciden con varias cosas “humanas”: la aceleración expansión y densificación de las ciudades, la extracción intensiva e insostenible de recursos naturales, minerales y fósiles.
Por ejemplo, sabemos basado en el reciente informe de la Naciones Unidas y su plataforma IPBES que, para las Américas, desde 1960 a la fecha, se ha triplicado nuestra huella ecológica, es decir, nuestro impacto sobre la naturaleza y hemos perdido entre un 10 a 25% de nuestros bosques naturales dependiendo de la región del continente. A nivel mundial, el escenario tampoco es muy positivo. IPBES reconoce una pérdida en las poblaciones de especies silvestres de un promedio de 20% desde 1900, con más de 1 millón de especies en peligro de extinción, de un total aproximadamente de 8 millones. Las áreas urbanas se han duplicado desde 1990 y más de un 75% de la superficie terrestre y un 66% de las zonas marinas muestran impactos significativos del ser humano.
Este periodo también es caracterizado por una acelerada movilidad humana, dada las condiciones de alcance y economía de escala de los medios de transporte y comunicación. Estos fenómenos que son parte de lo que los historiadores y científicos sociales llaman la “Gran Aceleración”, que se intensifican tras el fin de la Segunda Guerra mundial. Las métricas del turismo, por ejemplo, son elocuentes, donde el rubro y, por ende, el transporte de personas con fines de ocio sigue creciendo cada año. Hasta hoy. Todos ellos tienen consecuencias ambientales, que hemos considerado “externalidades” de nuestros modelos de desarrollo económico.
Todos estos procesos convergen y son parte y consecuencia de un gran cambio planetario, sin parangón, causado por el ser humano. El premio nobel Paul Crutzen y Eugene Stoermer en 2000 propusieron el “Antropoceno”, un nuevo periodo en la vida del planeta posterior al Holoceno. Actualmente la propuesta se encuentra en las etapas finales de discusión por parte de la Subcomisión de Estratigrafía Cuaternaria que es un cuerpo constituyente de la Comisión Internacional Estratigráfica. Todo esto para declarar al Antropoceno formalmente como una era geológica. Desde el punto de vista político,
algunos académicos prefieren hablar de Capitaloceno, responsabilizando al capitalismo como un sistema de vida, económico y político responsable de estado del planeta. La situación actual es tan compleja, que hace pensar que el Capitaloceno será solo una etapa del Antropoceno, en tránsito, ojalá, hacia algo mejor.
Ecosistemas sanos con sociedades justas y resilientes
En el Antropoceno, las vulnerabilidades de las sociedades y los ecosistemas se solapan. Así de pronto tenemos hoy en Chile y en muchos lugares en el mundo, una crisis climática y de escasez hídrica, junto a una crisis político-social-ambiental, con inequidad galopante y vergonzosa en la distribución de la riqueza. En Chile y en el mundo se solapan también la pobreza y la contaminación, en las que denominamos zonas de sacrificio, donde las superficies de ecosistemas sanos están muy reducidas o son prácticamente inexistentes. La globalización no retribuye a estas comunidades ni a sus ecosistemas, los bienes y servicios que proveen a la economía nacional ni la producción mundial. Por años, se ha creado un falso dilema donde se ha pospuesto la protección ambiental hasta alcanzar los niveles de desarrollo económico suficiente, algo así como “primero pan, luego naturaleza”. Es en estos momentos de crisis, nos damos cuenta de que esa dicotomía es completamente falaz, sin una naturaleza sana no tendremos un sistema económico funcionando y aún menos un bienestar humano adecuado.
Todas estas crisis hacen sinergia, y hoy tocamos fondo con la crisis del COVID-19. En este escenario, las enfermedades denominadas emergentes e incluso reemergentes, juegan en un escenario distinto. Particularmente, las zoonosis, enfermedades transmitidas de los animales a los seres humanos, son el 60% de las enfermedades emergentes y de estas el 70% provienen de animales silvestres. Las enfermedades más las condiciones que genera el Antropoceno, causan lo que vemos hoy, que un virus altamente contagioso que salta y muta de un murciélago, un pangolín, -especies amenazadas por la presión humana- se transforme en una pandemia.
La globalización y rápido intercambio y flujo de personas, materiales y mercancías; a lo que podemos sumar, la negligencia de los tomadores de decisiones y la sociedad en general, todas estas interconexiones que no tomamos en serio ni respetamos. No hace falta pensar en los pangolines malayos, solo pensemos en el virus Hanta y el tifus de los matorrales, ambos transmitidos por vectores nativos. Podemos preguntarnos, por ejemplo, ¿cuál es la política de Estado respecto a estas enfermedades emergentes en Chile?
Qué hacemos hoy para asegurar el mañana: un aterrizaje forzoso
Aunque suene duro, parece que a lo único que el ser humano teme en realidad es a las enfermedades. Con toda razón, plagas y epidemias han diezmado poblaciones enteras en el pasado. Pero el entendimiento de una epidemia en este contexto de destrucción de sistemas de vida naturales y culturales es un paso que extender hacia todos los ámbitos de la vida. Científicos y activistas de todo el mundo llevan años y décadas de lucha por llevar estos temas socioambientales a altas esferas de tomas de decisiones, a niveles nacionales y globales; algunos de ellos arriesgando o perdiendo sus vidas.
En retorno, la clase gobernante han generado muchos acuerdos y reuniones, algunos muy costosos, pero que se han traducido en pocos cambios estructurales, o bien son muy lentos e inconstitucionales. Ni siquiera la ambiciosa agenda del cambio climático, cuyos efectos devastadores han afectado a todas las latitudes, ha logrado hacer cambiar el rumbo de nuestro sistema. Es más, existen sectores de la sociedad que niegan el cambio climático a pesar de un mar de evidencia y de trabajo científico serio, que en este momento es irrefutable. La posverdad y el populismo se reinstalaron en los gobiernos de naciones poderosas en el peor momento y hoy sufrimos sus consecuencias.
Modificar nuestro modelo de desarrollo y estilo de vida será, como hoy, forzoso, no por voluntad si no por fuerza de las consecuencias, por ejemplo, con lo que vemos con la pandemia de COVID-19. Ahora es cuando, la oportunidad en que todos vemos con estupor lo que está pasando. Necesitamos una globalización avanzada, tolerante con las diferencias y la diversidad, pero consciente de los límites.
Mirando al futuro post-covid: tres ideas fuerza
Entonces, ¿cómo podemos como sociedad chilena enfrentar los nuevos desafíos? Primero, creemos que es fundamental hacer cambios macro políticos y tenemos herramientas ya en juego. Esto implica en lo concreto: Primero, debemos entender que somos parte de un planeta finito en recursos y que en este momento está bajo un gran estrés causado por nuestras propias acciones. Debemos como país suscribir y cumplir los acuerdos globales sobre cambio climático, biodiversidad, derecho y justicia ambiental (Acuerdo de Escazú, por ejemplo). Eso a nivel global y regional (ej. Las Américas, América Latina), fortaleciendo las políticas ambientales por sobre intereses meramente económicos. El crecimiento económico no puede ser el único norte, debemos tener una visión más integral del desarrollo-país, que incorpore el bienestar del ser humano asociado a un planeta saludable.
Segundo, debemos incorporar transversalmente al ciclo de generación de políticas públicas a científicos y científicas. Esto es fundamental en todos los aspectos de la sociedad, incluyendo los temas de salud, educación, seguridad alimentaria, escasez hídrica y adaptación al cambio climático. También debemos abrir las puertas a las sabidurías de las comunidades locales, los pueblos originarios y los migrantes que pueden aportar con conocimiento y valores ligados a la resiliencia para una mejor adaptación a las condiciones cambiantes.
Finalmente, debemos reflexionar profundamente sobre cómo las acciones colectivas e individuales pueden modificar nuestra conducta. En una era globalizada como el Antropoceno, no podemos seguir dejando las grandes decisiones a una simple decisión individual. No se trata de limitar la libertad individual, pero sí entender bien las implicancias de nuestro comportamiento en el bienestar de la toda la sociedad. Un ejemplo claro de esto es el llamado mundial #QuédateEnCasa para enfrentar al COVID- 19, el cual apela fundamentalmente a la solidaridad de todos los conciudadanos. La educación ambiental puede ser una de las mejores formas de abrir el diálogo intergeneracional que nos permita enfrentar el Antropoceno y sus escenarios impredecibles.
Fuente: Facultad de Ciencias Forestales UdeC.