Por Andrés Cruz, doctor en Derecho y académico UdeC.
Los libros nos han permitido reunir las enseñanzas recogidas por la humanidad y mejorar nuestra calidad de vida. Son armas más poderosas que los tanques y aviones, que mal utilizados pueden provocar las más sangrientas guerras y persecuciones. Bien lo saben las víctimas de la Biblia y el Corán. También, como afirma Castelar, “el pensamiento oprimido se convierte en libelo, y el libelo pone en las manos del pueblo el puñal del asesino”.
Un libro ensancha el conocimiento y nos hace crecer. Nos rescata del olvido y nos puede entretener. Son los libros los que nos develan quiénes son los amigos de la cultura y qué es lo que nos diferencia de otros animales, siendo manifestación de nuestra compleja capacidad para ir especializando las formas para comunicarnos.
Es el resentimiento de los dictadores, la vanidad de los ambiciosos y supersticiosos, la ignorancia de los fanáticos extremistas, los que censuran y atentan en contra de la tolerancia, la diversidad y la crítica quemando los libros, por cuanto éstos abren los ojos, esclarecen conciencias y sostienen la libertad. El miedo a las ideas y a la memoria produce la aversión a los libros. Borges decía: “El mundo, según Mallarmé, existe para un libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo”.
Hoy sus enemigos prefieren el corto plazo, lo inmediato y no la templanza y el tiempo que implica entregarse a la lectura de un buen libro. Afirman con desdén y suficiencia que por la importancia de lo que hacen, carecen del tiempo necesario para leer, pretendiendo mostrarse como exitosos, cuando no dan más que lástima, por negarse a reconocer que como seres humanos, más que acumuladores de cosas materiales, somos consecuencias culturales, degradadas hoy por la superficialidad y el consumismo.
Una sociedad decadente no sólo es aquella que no lee ni escribe, sino que una que no hace cosas que sean dignas de ser leídas ni escritas. Los miembros de una comunidad deben saber combinar la observación de la realidad con la lectura, sólo así podemos hablar de sabiduría. Irene Vallejo, en “El infinito en un junco”, describe como misteriosos hombres a caballo recorrían los caminos de Grecia por encargo del Rey de Egipto, buscando el tesoro más grande y perfecto: los libros para ser resguardados en la gran Biblioteca de Alejandría. Un viaje destinado a rescatar miles y miles de otros viajes, para poder seguir soñando con un mundo mejor.
Será tarea de una nueva Constitución expresar un compromiso firme y decidido para consagrar y proteger los derechos culturales.