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Según datos del Banco Mundial, antes de la guerra en Ucrania, los precios de los alimentos -así como el hambre-, ya se habían incrementado a nivel internacional, a causa de factores como la pandemia de COVID-19 y los impactos del cambio climático. De hecho, en el primer semestre de 2022, los mercados registraron una de las crisis más importantes de las últimas décadas.
Si bien la mayoría de las naciones se ven afectadas, los hogares pobres enfrentan las principales consecuencias. Por ello, tanto a nivel gubernamental como de la sociedad civil surgen iniciativas para asegurar el acceso a la comida.
Comer: Un acto político y ecológico
¿Qué puede hacer un país como el nuestro para enfrentar esta contingencia alimentaria sin poner en riesgo la eficiencia y la sostenibilidad? Buscamos la primera respuesta en una entrevista a Miguel Altieri, experto que lleva más de cuatro décadas desarrollando la agroecología en Latinoamérica y el mundo.
El agrónomo, radicado en Estados Unidos, entrega un diagnóstico claro: “Chile siempre ha tenido un modelo de agricultura extractivista y de agroexportación”, a lo que agrega que se trata de un país que perdió su soberanía alimentaria.
El también co-director del Centro Latinoamericano de Investigaciones Agroecológicas (CELIA) reflexiona que “el problema del hambre en Chile y de la inseguridad alimentaria en el mundo no es porque no haya comida. La seguridad alimentaria significa que el país tiene la capacidad de adquirir alimentos, por lo tanto, Chile los importa y también produce algo localmente, lo que pasa es que la gente no tiene acceso por problemas de pobreza”.
Altieri sugiere que la Agroecología –ciencia que estudia los principios sobre los cuales se debe basar el diseño de una agricultura sustentable- es una solución para aumentar la producción de alimentos. Se trata, además, de la disciplina que enseñó durante 38 años en la Universidad de California en Berkeley y que hoy le permite seguir vinculado a esa institución como profesor emérito.
Basado en su experiencia, afirma que un cambio en el paradigma de producción agrícola local puede ser beneficioso, debido a que “el potencial está”. “Chile es un país que tiene varios climas, microclimas y zonas agroecológicas que permitirían la producción de alimentos, lo que pasa es que se necesita cambiar las políticas para apoyar a la agricultura campesina, para que juegue el papel fundamental que tiene en la producción de alimentos. El campesinado, a pesar de controlar menos del 30% de la tierra agrícola, produce aproximadamente entre el 40 y 50% de los alimentos que consume el país”, dijo el experto.
Surge, entonces, el cuestionamiento de cuánto camino falta por avanzar a la soberanía alimentaria, concepto que –según el investigador- es el derecho de un país de definir sus propios modelos agrícolas, dando prioridad a la producción local para satisfacer las necesidades alimentarias de su población y si existen excedentes, entonces destinarlos a la exportación.
Según Miguel Altieri “hay una retórica de que la única manera de alimentar al mundo es a través de tecnología de punta, con agricultura a gran escala, pero ésta no es sustentable y está enfrentando problemas de cambio climático, de crisis de precios de petróleos y fertilizantes. Por otro lado, no está dedicada a producir alimentos, pues genera biomasa, biocombustible o productos de exportación”.
El especialista, quien defiende que “comer es un acto político y ecológico a la vez”, al evaluar la realidad chilena sugiere la puesta en marcha de un proyecto agroecológico nacional que se transforme en el pilar fundamental del desarrollo agrícola, debido a que “es la única estrategia capaz de enfrentar las crisis que estamos viviendo”.
Manos a la (s)obra
“Hambre cero” es uno de los 17 Objetivos Globales de la Agenda para el Desarrollo Sostenible de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), cuya meta de cumplimiento es 2030. La tarea es velar por el acceso de todas las personas, en especial los niños y los más vulnerables, a una alimentación suficiente y nutritiva durante todo el año.
Esta misión implica promover prácticas sostenibles a través de “las capacidades de los pequeños productores agrícolas, el acceso igualitario a tierras, tecnología y mercados, y el fomento de la cooperación internacional, para asegurar la inversión en la infraestructura y la tecnología necesaria para mejorar la productividad”.
¿Es un desafío posible de concretar? Varias organizaciones se han sumado a este reto, entre ellas, el Banco de Alimentos Biobío Solidario, una corporación sin fines de lucro que en 8 años de funcionamiento ha atendido a más de 60 organizaciones, impactando a aproximadamente 32 mil personas.
Su trabajo consiste en rescatar los alimentos que dejaron de ser comercializables, porque están próximos a vencer o a punto de madurar. Esos productos son clasificados, para luego entregarse a personas en situación de vulnerabilidad social, a través de organismos como juntas de vecinos, comedores comunitarios, y hogares de niños y ancianos.
“Tenemos un fantasma que es la inseguridad alimentaria. La inflación ha afectado más que a todos los productos a los alimentos. La canasta básica aumentó en un 22.4% su valor durante los últimos 12 meses”, fue el análisis de Clahudett Gómez Millar, gerenta de la entidad.
A nivel global, considerando datos publicados por la ONU, cerca del 14% de los alimentos producidos se pierden entre la cosecha y la venta minorista. A ello se suma que aproximadamente el 17% de la producción total se desperdicia: 11% en los hogares, 5% en los servicios de comidas y 2% en el comercio al por menor. Motivo suficiente para que cada 29 de septiembre se conmemore el Día Internacional de Concienciación sobre la Pérdida y el Desperdicio de Alimentos, con la finalidad de establecer prioridades y avanzar en innovación para lograr sistemas con capacidad de resiliencia.
Ante ese panorama, Gómez agrega otro antecedente que permite dimensionar la situación: “Un tercio de los alimentos que se generan para consumo humano en el mundo van a la basura. Un tercio significa que podrías alimentar a toda Europa con lo que se pierde”.
Según el más reciente Índice de Precios del Consumidor (IPC) informado por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) en agosto, la carne de vacuno anotó un alza de 27,1% en los últimos 12 meses, mientras que el pollo incrementó su valor en 44,1% en el mismo periodo. En tanto, el pan, alimento infaltable en la mesa de una familia chilena promedio, alcanza un aumento interanual del 32,8%.
En ese punto, Claudio Parés Bengoechea, académico del Departamento de Economía de la Facultad Ciencias Económicas y Administrativas de la UdeC, explicó que “los alimentos en general alrededor del mundo venían subiendo de precio, pero la pandemia agravó este encarecimiento, principalmente, porque tenemos dificultades para la producción y uno de los temas graves fue que las vías de comunicación colapsaron”.
El economista agregó que “tuvimos una situación en la que todos los transportes empezaron a aumentar sus precios y eso lleva a lo que llamamos ‘inflación de costos’, entonces todos los bienes empezaron a subir”.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), informó que los precios internacionales de los alimentos van a la baja, pero siguen siendo muy superiores a los del año pasado. Además, se esperan nuevos incrementos a nivel mundial.
“En el futuro no se ven muchos cambios, lo más probable es que sigamos notando que el precio de los alimentos siga subiendo, incluso, un poco más que el resto de los bienes”, adelantó el académico.
Ante este escenario, una de las iniciativas que encontró eco en Chile es Slow Food, un movimiento presente en más de 50 países que promueve el consumo de productos locales y agroecológicos, las comidas caseras, y el disfrute con amistades y familiares.
Su objetivo es facilitar el acceso a una alimentación “buena”, es decir, vinculada a la esfera sensorial y cultural; “limpia”, o sea, que la generación y consumo de alimentos no dañen el ambiente o la salud de los productores; y “justa”, en la medida en que ofrezca a los consumidores valores accesibles y a los productores un precio justo.
Felipe Vila, vocero de la comunidad en el territorio frontera sur, planteó que en Concepción también coordinan “canastas”, lo que se entiende como compras colectivas para adquirir productos agroecológicos a campesinos, logrando una doble ganancia: apoyo a los productores y ahorro para los consumidores.
El integrante de Slow Food llamó a apreciar a quienes se dedican al trabajo agrícola, indicando que “no esperemos que existan situaciones adversas para empezar a valorarlos”.
En Chile el propósito estratégico de la organización es promover el derecho a la tierra, al agua, las semillas y las culturas libres y vivas.
Calidad nutricional
Nuestro país cuenta con la Agencia Chilena para la Calidad e Inocuidad Alimentaria (Achipia), una Comisión Asesora Presidencial que depende administrativamente del Ministerio de Agricultura a través de su Subsecretaría. Su labor consiste en “coordinar a todos los actores que participan de la cadena de los alimentos; desde aquellos que los producen, los transforman y los distribuyen, pasando por los que los inspeccionan y fiscalizan, hasta llegar a los consumidores, con el objeto de disminuir los riesgos y peligros para la salud humana en cualquier eslabón”.
De visita en Concepción, el Dr. Pablo Fernández Escámez, académico del Área de Tecnología de Alimentos de la Universidad Politécnica de Cartagena en España, comentó que Chile funciona bien en seguridad alimentaria, precisamente por la existencia de Achipia.
Fernández, quien además se desempeña como vicepresidente del Comité Científico de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición, expuso que “hubo problemas del pasado relacionados con alimentos que han provocado enfermedades y que han causado gran alarma en la población. Entonces, se ha visto que esta reacción negativa ha reducido drásticamente el consumo de grandes sectores, no sólo de los alimentos implicados, sino que de otros relacionados con ellos”.
Desde la academia también han surgido iniciativas para cuidar y propiciar una mejor calidad de alimentos. Ejemplo de ello es el proyecto impulsado por la Dra. María Dolores López, docente del Departamento de Producción Vegetal de la Facultad de Agronomía UdeC, quien lidera un equipo que puso el foco en buscar estrategias para producir alimentos más saludables, sin olvidar el contexto actual de cambio climático.
Ya han transcurrido dos de los 4 años que durará la investigación Fondecyt y, por ahora, los hallazgos apuntan a “factores nuevos que están afectado a la producción vegetal y de alimentos, y que pueden dañar la calidad nutricional y la síntesis de compuestos que son altamente saludable para nosotros”.
La especialista indicó que existen diversos “factores que afectan el valor nutricional de los alimentos, por lo que se requiere de otro tipo de estrategias que podamos utilizar, sobre todo en el ámbito agrícola y alimentario, para intentar que las perdidas sean lo menos posible”.
Sobre la crisis alimentaria, López mencionó que el punto de conflicto está “en el acceso y el desperdicio que en países desarrollados es bastante alto, pero en países no tan desarrollados no es un problema de desperdicio, sino de acceso”.
El Instituto de Investigaciones Agropecuarias (INIA) es otro de los organismos clave al momento de indagar cómo se prepara el país para garantizar la alimentación de su población. La institución -dedicada a la investigación, desarrollo e innovación- es líder en el trabajo agroalimentario sostenible, proponiendo soluciones tecnológicas en beneficio de los agricultores y agricultoras.
Desde su fundación, el Instituto ha contribuido al desarrollo sostenible de la agricultura nacional, por medio de la creación de nuevas y mejores variedades de frutales, cultivos anuales y cereales que hoy lideran en participación de mercado; la introducción y validación de especies con potencial productivo, que son parte relevante de la oferta exportadora nacional; el rescate de especies nativas y la puesta en valor de ingredientes y bioinsumos.
En palabras de su directora nacional, Iris Lobos Ortega, “aportamos desde hace mucho tiempo a la soberanía alimentaria, es decir, hacemos producción de semillas y multiplicación de las mismas”.
La doctora en Alimentación y Medio Ambiente sostuvo que “en todas nuestras líneas de investigación está la sostenibilidad, y en ese sentido lo concreto es que trabajamos en buscar la forma de que cada cultivo pueda reducir la aplicación de herbicidas o productos químicos, y lo hacemos concretamente con control biológico”.
Además, especificó que “tenemos un resguardo de nuestro origen alimentarios, es decir, a partir de ahí podemos producir semillas, pero también tenemos que mejorarlas para hacerlas resistentes a enfermedades, que utilicen menos agua, que sean sostenibles. Entonces, la semilla tiene que adaptarse a la realidad de crisis hídrica y cambio climático”.
El desafío es conjunto para enfrentar la crisis alimentaria, en un escenario en que prima la incertidumbre económica y donde el desarrollo científico es crucial para asegurar la comida de las futuras generaciones.