Por: Dra. Verónica Molina es Profesora de Biología y Ciencias, investigadora principal de la línea de Biogeoquímica Costera y del Equipo de Equidad y Diversidad de COPAS Coastal.
En esta columna quiero reflexionar sobre “el o los puntos de no retorno”. Uno de ellos, señala el tiempo que nos resta en el reloj gigante en Nueva York definido como el “punto de no retorno” considerando que estamos a 0,4 °C de llegar al límite de aumento de temperatura del planeta (1,5°C) establecido por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, IPCC. Entramos a una zona de peligro donde las retroalimentaciones climáticas promueven aún más el calentamiento global, eventos extremos, crisis hídrica, amenazas a la seguridad alimentaria, pérdida de la biodiversidad, entre otras. Esto, se suma a la contaminación y la movilización de nutrientes que eutrofiza los cuerpos de agua y promueve las “zonas muertas” en la costa. Estos son parte de las consecuencias del “éxito” de nuestra especie en el planeta que genera umbrales planetarios que nos ponen en riesgo.
El conocimiento científico disciplinar, inter y transdisciplinario plasmado en informes de programas, redes y paneles intergubernamentales creados desde mediados del siglo pasado, advierten sobre las consecuencias socioambientales del calentamiento global.
Muchos gobiernos se han sumado a cumplir las metas de carbono neutralidad y cuidado a la biodiversidad. Ejemplo de ello son los Objetivos de Desarrollo Sostenible para el 2030 de la ONU y el reciente acuerdo de la Kunming-Montreal Global Biodiversity Framework (GBF) suscrito el año pasado en la COP-15 por 196 países, incluido Chile. Este es a mi entender un avance extraordinario para la conservación y gestión eficiente de al menos un 30% de ecosistemas terrestres y acuáticos, incluyendo marinos, además de restaurar otro 30% de los degradados para el 2030. Si no alcanzamos ese 30% y lo incrementamos para el 2050, podría ser otro “punto de no retorno” o “punto de extinción” para algunas de las especies del millón que se encuentran actualmente en peligro de extinción.
El futuro de la vida silvestre será cohabitar entre ese 30% de hábitat protegido y “adaptarse o morir” en el 70% de hábitats antropogenizados. Para quienes trabajamos en ciencias del mar y ambientales es evidente que ese 30% no basta para mantener la biodiversidad del planeta, ya que dependerá estrechamente de cómo gestionemos el 70% restante. Nuestro planeta está interconectado a través de los fluidos que lo envuelven, la atmósfera y el océano. Claramente, para preservar la biodiversidad no basta con repartir los ecosistemas como una torta, debemos conservar cuencas completas y promover la conectividad biológica entre las mismas.
A veces me pregunto si las futuras generaciones disfrutarán en la naturaleza silvestre o si sólo la conocerán en un parque temático a modo de un “ecosistemario” y una colección virtual de las especies que logramos clasificar. El acuerdo de la GBF es un paso alentador, sin embargo, hay mucho por hacer. Me cuesta visualizar cómo se podrá cumplir con esos objetivos, considerando la fragilidad política y económica del planeta post-pandemia, sumado a la escasa voluntad y ética del mundo público-empresarial. Esto ocurre especialmente en nuestra región latinoamericana donde las medidas de protección ambiental son débiles y permiten actividades contaminantes en sitios reconocidos por su alto valor en biodiversidad, curiosamente en gran parte explotados por empresas extranjeras a quienes en sus territorios les prohíben las mismas prácticas.
Chile posee una enorme riqueza natural y cultural de norte a sur, ejemplos de estos sitios únicos son los salares del desierto y del altiplano hasta los sistemas patagónicos de alta latitud en el sur. Hipotecamos estos ecosistemas y su biodiversidad al explotarlos desmedidamente o aplicando límites laxos, necesitamos aprender de las catástrofes ecológicas y no caer de fiebre en fiebre, como “la del litio en el norte” y la “salmonicultura – acuicultura” en el sur. Felizmente, contamos con algunos mecanismos de protección y espero que el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas (SBAP) esté a la altura para proteger articuladamente la biodiversidad actuando con una responsabilidad ética para quiénes habitarán nuestro territorio en el futuro.
Tenemos grandes desafíos como académicas/os y estudiantes en ciencias, debemos ser agentes transformadores hacia la promoción de un estilo de vida sostenido con los valores de la biodiversidad. Este llamado que nos plantea la GBF a fomentar la conciencia, comprensión y valoración de cómo la biodiversidad contribuye a las personas, incluyendo las diferentes miradas (cosmovisiones indígenas y de las comunidades locales), nos emplaza a compartir el conocimiento científico en espacios diferentes, no sólo los formales y promover la capacidad técnico-científica de monitorear la biodiversidad, cubrir las brechas de su conocimiento y desarrollar soluciones innovativas para mejorar la conservación y uso sustentable de la biodiversidad.
Me sumo con esperanza a ese llamado, no necesitamos más evidencia para tomar acciones con consciencia de la urgencia de no cruzar los límites de los “puntos de no retorno”.