Por: Rodrigo Piracés, académico Facultad de Humanidades y Arte, y director de Extensión y Pinacoteca UdeC.
“Cierro mis ojos para ver”
Paul Gaugin.
En tiempos difíciles, extremos diría yo, es donde asoman nuestras necesidades más profundas, donde la parafernalia cultural cede su territorio de certezas a la posibilidad de aquello que está más allá de lo cuantificable, de lo medible en términos de eficiencia y sentido.
La funcionalidad se deshace en un instructivo que no nos sacia, entonces la marea de la emoción nos abriga o nos disloca. El vértigo de la emoción posee una condición similar a la crisis, en el hecho de enfrentarnos a la realidad profunda y fundamental, y es aquella que habita en nosotros mismos. La medida del mundo es, finalmente, aquella que nos atañe en lo personal.
En tiempos de crisis nuestra única certeza está dada por aquello que sentimos y deseamos, toda operativa práctica y utilitaria siempre finaliza en el páramo de lo subjetivo, de lo tibio y desdibujado de límites, donde nuestra única capacidad diferenciadora está dada en la sensación.
Vemos cómo los músicos de nuestra Orquesta Sinfónica, desde sus hogares, nos hacen vivir la experiencia de la música, articulados en sistemas ingeniosos que nos permite la tecnología. O vemos en redes sociales las imágenes de las obras de nuestra Pinacoteca, que ahora reposan a la sombra del encierro en el museo Nacional de Bellas Artes. También, las fotografías de Sthepan Noel, que no pudo viajar de Bélgica a inaugurar su exposición en la Pinacoteca y que nosotros no alcanzamos a abrir al público.
La música, las artes visuales, escénicas y literarias no poseen la capacidad de enfrentar una pandemia desde la funcionalidad práctica y ejecutiva de las ciencias, sin embargo, esta inutilidad nunca en la historia le ha hecho perder protagonismo. Muy por el contrario, en estos momentos vemos cómo esa necesidad humana de ir más allá de lo aparente nos obliga a reconocernos.
Cuando el pintor Paul Gaugin dice “Cierro mis ojos para ver”, comprendemos que la naturaleza del arte no está en la exterioridad, en la cáscara, ni en el sentido. Pareciera que la pulsión viva y ávida clamara por aquello que finalmente nos moviliza, el deseo y la emoción, donde el territorio de la seguridad y el control tienden a diluirse en una geografía oceánica en la que naufragamos desconociendo su fondo, el que muchas veces nos produce temor.
La frase “si me nombras me niegas” del filósofo danés Soren Kierkegaard, pone en cuestión el lenguaje, pero también el sentido cultural que le atribuimos a las cosas -finalmente- sólo un intento por calmar esa impresión de vacío y vulnerabilidad frente al facto que es la naturaleza y la estadística de lo vivido, la presencia de la muerte, la posibilidad del dolor nos movilizan en todas direcciones buscando cobijo y alivio. Pues bien, he ahí al arte, he ahí su naturaleza inasible, su condición mistérica, su física de superposición cuántica, que de algún modo extraño nos atrae y nos sacia, nos sana, nos da esperanza.
Entonces, parece que el arte viene a poblar aquello que está más allá del camino, donde sólo podemos avanzar y ver si cerramos los ojos… y confiamos.